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Papá se enamoró. “Lo que más miedo me daba era contarle a mis hijos que era gay”

Por María Ayuso – La Nación

El 22 de diciembre de 2017, Héctor “Beto” Pérez y Ariel Hernández se casaron. Una foto de ese día los muestra abrazados, con camisas azules haciendo juego, sonriendo a cámara. A sus espaldas, la puerta del Registro Civil. En la mano, la libreta de familia. Llegar a esa tarde de verano en La Pampa, a la firma que formalizó en los papeles una historia de amor que había empezado a gestarse hacía más de una década y cuando los dos estaban casados con las madres de sus hijas e hijos, no fue fácil. “Lo que nos llevó a decir ‘quiero ser quien realmente soy’ fue el amor que sentimos el uno por el otro”, resume Ariel (44 años), en una videollamada por Skype.

Los mandatos sociales y los estereotipos de género les marcaron desde chicos lo que se esperaba de ellos: que se casaran con mujeres, que fueran padres, proveedores, “machos”. El temor al rechazo de sus hijas e hijos principalmente, pero también de sus amigos y en el mundo laboral, los llevó a vivir su orientación sexual en secreto. Fueron años de silencio, mentiras y un eterno ocultarse. “El clóset”, violento, doloroso y estresante, era una piedra en el estómago que se leía en síntomas físicos y emocionales.

“Durante muchos años me desmayaba: se me aflojaba el cuerpo y me caía redondo. Los médicos no podían encontrar una causa”, cuenta Beto (63), sentado en el living de su casa en Toay, un pueblo ya integrado a la periferia de Santa Rosa. Ariel, agrega: “Me acuerdo de la angustia que sentía y cómo se manifestaba en malestares del estómago”. Cuando lograron poner en palabras el vínculo que los unía, no solo mejoró su salud, sino la relación con sus familias y amigos. “Soy el Beto de siempre, pero libre. En nuestro caso, muchos prejuicios eran más nuestros que del resto, porque cuando finalmente pudimos contar lo que sentíamos las reacciones del entorno nos sorprendieron”, asegura Beto.

La pareja destaca que esa no es la realidad de muchas personas LGTBIQA+, que aún hoy son expuestas a violencias de todo tipo. Ariel explica que Toay todavía es, sobre todo en las generaciones más grandes, una sociedad cerrada. “Acá la gente está muy tapada, cada uno tiene su historia y muchas personas llevan como una vida ‘paralela’ a la ‘real’. En realidad, yo creo que la vida real es la que llevamos en paralelo y no la que intentamos imitar. Por lo menos es lo que a mí me pasó”, sostiene. Beto, suma: “Cuando conocí a Ariel se derrumbó toda esa vida que intentaba aparentar: me enamoré profundamente”.

“Papá se enamoró”

Hacía más de tres décadas que Beto estaba casado cuando decidió hablar sobre su orientación sexual. Al primero que se lo contó fue a su hijo más chico, Martín, que estaba estudiando en Buenos Aires. Viajó con Ariel desde La Pampa. Sentados en una mesa redonda, mientras mateaban, el padre habló. “Tranquilo viejo, ya lo sabía. Está todo bien”, le dijo Martín. Se abrazaron. Lloraron. “La verdad es que me sorprendió totalmente”, recuerda Beto, todavía emocionado.

Fue sacarse una mochila de una tonelada. Así lo sintió Beto. Todavía se angustia cuando recuerda los malabares que hacía para poder estar con Ariel, las mentiras, el peso de “la doble vida”, cómo cada vez que tenía que viajar por trabajo y recorrían la ruta de noche –en ese momento, trabajaban juntos–, sentía un miedo punzante de tener un accidente, de que les pasara algo, “de ser descubiertos”. Esos temores, los desmayos sin causa aparente, la preocupación constante, desaparecieron cuando pudo contar lo que le pasaba. Al tiempo de hablar con Martín le preguntó cómo había sabido de antemano lo que quería contarle. “¿Viejo, te acordás del celular que me prestaste una vez? Bueno, el celular habló”, le respondió su hijo. No hizo falta agregar nada más.

Martín (34) dice que para él, su papá siempre fue su papá. “Cuando mi viejo me dijo: ‘Necesito decirte algo muy importante’, me imaginé por dónde venía. Habló, le presté el oído, nos dimos un fuerte abrazo y le dije que podía contar conmigo como hijo para acompañarlo en el camino que se venía”, asegura Martín, que es profesor de informática y trabaja en la Defensoría del Pueblo de CABA. “Ser feliz es un derecho fundamental. Mi viejo tenía que romper la relación de toda su vida con mi mamá, que era algo bastante complicado. Lo acompañé desde un principio y lo voy a seguir acompañando”, agrega.

¿Qué cambió después de esa charla? “Los cambios que vi en mi viejo primero fueron en la salud. No sé si era por el estrés o qué, pero notaba que estaba nervioso y cuando soltó todo es como que rejuveneció, volvió a vivir. El poder salir en las redes sociales con su pareja, el hablar de sus sentimientos, todo eso se notó”, detalla Martín. Cuando habla sobre el vínculo que lo une con su papá, primero dice que no cambió en nada. Luego se corrige: “Me atrevería a decir que se fortaleció, por la confianza que puso en mí cuando me lo contó, por las charlas con más profundidad y el compartir otras cosas que no compartíamos”.

Para Beto, no todo fue color de rosas. Una parte de su familia nuclear no aceptó su orientación sexual, que rompiera con un matrimonio de más de 30 años, que dijera: “Hasta acá llegué. Ariel no es mi amigo ni mi compañero de trabajo: estamos enamorados. Esto es lo que soy. Esto es lo que me pasa”. Fue un proceso doloroso, pero indispensable. Ese rechazo es una espina que no cicatriza. Recomponer el vínculo con su hijo más grande, el hermano de Martín, es el mayor desafío que Beto tiene por delante. “Hay gente que me pregunta: ‘¿por qué no te fuiste de tu casa sin decir nada de tu relación con Ariel?’. Yo respondo que no, que hubiese sido tener que seguir ocultándome, seguir mintiendo. Ya no quería eso. Era insostenible”, sostiene.

En su caso, Ariel lo habló primero con su exesposa y luego, cuando ya estaba conviviendo con Beto, con sus hijas, Catalina (17), Emilia (13) y Victoria (10). “Cata estaba empezando el secundario. Tenía miedo de la reacción de sus compañeros, porque los chicos pueden ser muy crueles y en una pelea decir cosas como: ‘¡Vos qué te hacés la linda si tu papá se la come!’”, asegura. Una tarde le dijo más o menos así:

 

−Cata, soy gay, esa es mi orientación sexual. Con tu mamá nos separamos porque me enamoré de Beto.

 

−Papi, a mí no me tenés que explicar nada: yo ya lo sé −palabras más, palabras menos, le respondió ella.

 

−Me preocupa que algún compañero te diga algo −siguió Ariel.

 

−Quedate tranquilo. Si alguien me dice algo, yo sé lo que tengo que decir.

 

A Cata no le dijeron nada en la escuela. “Hoy los chicos tienen otra mentalidad. Antes en muchas familias, decían: ‘Mi hijo no va a ir a la casa de tal, que el papá es puto y ya veo que agarra para ese lado’. Todo eso cambió”, reconoce Ariel. La reacción de sus amigos del club, con quienes siempre se había mostrado “re mujeriego”, también le preocupaba. Era un ambiente machista y en los grupos de WhatsApp los “mensajes sobre minas” eran una constante. “Me veían como un ‘latin lover’, cuando en verdad yo demostraba una cosa que no era −sostiene Ariel− Me daba miedo sentirme marginado, pero nada de eso pasó. Hoy, cuando nos juntamos a comer, se alegran porque pude encontrar mi camino y estar acompañado de Beto”.

De eso no se habla

La infancia de Beto podría resumirse así: su mamá era enfermera, su papá policía. Nació en Victorica y se crio en Eduardo Castex, a 100 kilómetros de Santa Rosa. En esos pueblos donde la hora de la siesta es todavía más sagrada que la misa de los domingos, el mandato de la “familia tradicional” era su espada de Damocles. Poner en palabras su orientación sexual le resultaba impensable.

Eran tiempos de razias, de edictos policiales que ordenaban reprimir a golpes a quienes estuvieran por fuera del mandato heterosexuales y a las identidades de género disidentes. “No sé si mi papá era una persona que odiaba a los gays, pero sí le molestaban. Mi mamá intuía lo que yo sentía, por más que se fue de este mundo sin saberlo de mi boca. Pienso que me hubiese ayudado muchísimo –reflexiona–. Mis hijos son la luz de mis ojos y no estoy arrepentido de haberme casado con mi exesposa. Pero sí de no haber podido decir antes lo que yo sentía. Pasé momentos muy tristes”.

Antes de empezar la secundaria, dejó la escuela y empezó a trabajar. La suya, era una de esas “típicas familias de clase media a las que no les sobra nada”. Había lo justo para comer, vestirse y no mucho más. Trabajó de albañil, pintor, canillita. A los 16 se mudó a Santa Rosa y conoció a Tito, uno de sus íntimos amigos y quien lo introdujo al mundo gay. “En un momento, tuve que tomar la decisión de formar una familia con una mujer, no me quedaba otra. Me casé. Era lo que había que hacer. La policía nos perseguía. No éramos libres”, sintetiza Beto.

Durante años, no le dijo a nadie lo que sentía. Pero en el pueblo, se murmuraba. “Tengo sobrinos que cuando les conté que era gay me dijeron que entre ellos decían: ‘El domingo vamos a comer a lo de la tía Betina’. Yo siempre fui el tío Beto y sigo siendo el tío Beto, porque nuestra identidad es masculina”. Ese, señalan Ariel y Beto, es otro prejuicio: el confundir la orientación sexual, la identidad de género (la forma en que nos autopercibimos) y la expresión de género (cómo nos mostramos al mundo).

Ariel es DJ, amante de la música house, y le encantan los deportes: anda en bici tres veces por semana, juega al basket otra tres y también al paddle. Pero además le gusta estar en su casa con Beto, regar las plantas, las tardecitas con mates. Se acuerda de la primera vez que lo vio a Beto. Era un adolescente y estaba en un boliche de Toay. Fue un flechazo como esos de película: “Lo vi y me encantó”, recuerda. Pero Beto no lo registró. Volvieron a cruzarse veinte años después, cuando Beto fue a comprarle una bermuda a su hijo al local de ropa del que Ariel era encargado.

Beto es secretario general del sindicato de trabajadores de edificio (Suteryh) de La Pampa. Es su segunda casa y contarles a su compañeros que era gay, lo llenaba de incertidumbre. Un sábado a la noche, después de una reunión de comisión directiva, puso las cartas sobre la mesa. “Creo que terminé de vaciar mi mochila por completo cuando hablé con mi jefe en Buenos Aires y me dieron un apoyo grandísimo a nivel laboral. Ahí respiré”, resume Beto.

Las hijas de Ariel se quedan con ellos fin de semana por medio. Además, hacen viajes todos juntos con la familia de Martín, que hace un mes se convirtió en papá de Camilo. Martín aconseja que no hay que presionar a nadie a salir del closet. Al contrario, hay que quedarse en la puerta, estar ahí para acompañarlos cuando lo decidan, cuando puedan: “Es una decisión absolutamente personal y muchas veces muy difícil porque la sociedad sigue siendo muy dura. Todavía nos cuesta entender que cuando uno quiere a una persona, la tiene que querer como es”.

Aunque Beto y Ariel pensaron que en el pueblo les iba a cerrar todas las puertas, nadie faltó a su casamiento. Son optimistas con respecto a las nuevas generaciones, dicen que vienen “con otro chip” y sueñan con una sociedad sin clósets. Antes de despedirse para irse a basket, Ariel dice: “Vivimos sobre una avenida muy linda, en la que pasa mucha gente. A la tardecita, sacamos los silloncitos y nos ponemos a tomar mate en la puerta. Siempre decimos: ‘¿Te acordás cuando nos preguntábamos si alguna vez íbamos a poder estar tranquilos los dos, sin que nos importe quién pase y nos vea?’ Hoy tenemos la vida que soñábamos”.